El sentido de las cosas

El sentido de las cosas

CARLOS C.  UNGRÍA | 18/01/2018

Una de mis pasiones cuando era pequeño era el fútbol. Mi vida entonces giraba en torno a una pelota. ​Tenía entrenamientos cuatro días a la semana. Los partidos se disputaban el sábado o el domingo. Unas veces en Soria, otras fuera. Por si todo lo anterior fuera poco, también entrenaba a un grupo de niños de 10 y 11 años. Es decir, más entrenamientos y más partidos.
Cuando me preguntan qué tal era como jugador respondo que «algo así como Arbeloa». Siempre ​contesto enfatizando las enormes distancias que hay entre un futbolista profesional que ha ganado una Copa del Mundo y un humilde servidor que colgó las botas con ​apenas ​17 años en la categoría juvenil división de honor. «Era un tipo cumplidor. Duro, aguerrido. Correcto con el balón en los pies. Ahora bien, de cabeza iba fatal y me faltaba velocidad», suelo responder, contextualizando el comentario.
Acto seguido añado que lo que de verdad se me daba bien, insisto, con todos los matices del mundo, era leer e interpretar los partidos. Cuestionar hasta qué punto estábamos haciendo las cosas bien.​ ​​Supongo que por ese motivo terminé dirigiendo varios equipos de fútbol base y siempre mantuve constantes conversaciones con los entrenadores de turno​. Eran charlas en las que intercambiábamos impresiones tácticas. ​Intentábamos comprender los motivos de nuestras derrotas.
Lo pienso con perspectiva, y está claro: siempre he tenido cierta querencia a preguntarme el por qué de las cosas, a intentar observar la realidad desde diferentes puntos de vista. Tiendo a analizarlo todo, o casi todo, realizando constantes viajes mentales al pasado, al presente y también al futuro. Los que me conocen lo saben. Uno es como es.

Escribo todo lo anterior porque hace unas semanas​ leí y terminé ‘El sentido de un final​’​. La novela de Julian Barnes es idónea para tipos como yo, inquietos, escépticos (en ocasiones), propensos a plantearse interrogantes, a cuestionarse decisiones.
El escritor inglés cuenta la historia de Tony Webster, un hombre maduro, solitario y divorciado, que un día se topa en su buzón con una carta procedente de ​la abogada ​de Sarah Ford, la madre de su primera novia. ​La misiva es una notificación. Sin saber muy bien por qué, esa mujer, con la que apenas coincidió una vez, le ha legado una herencia de 500 libras y el diario de uno de sus amigos de la juventud, Adrian Finn. Un manuscrito que Webster intenta conseguir sin éxito y que esconde, sin saberlo entonces, la cruda verdad de lo ocurrido años atrás.
La novela se desarrolla en un escenario así, lleno de dudas, intriga y preguntas. La trama lleva a Tony Webster a realizar un continuo viaje al pasado para intentar comprender el presente. «Lo que acabas recordando no es siempre lo que has presenciado», ​reflexiona el protagonista en una ocasión. «¿Cuántas veces contamos la historia de nuestra vida? ¿Cuántas veces la adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes?», se cuestiona.
​Webster incide en ello y concluye que «cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestro relato, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra, sino sólo la historia que hemos contado de ella. Contado a otros, pero sobre todo a nosotros mismos». Habla, en definitiva, del sentido que damos a nuestra realidad, y también a esos finales que no sabemos si de verdad existen. Ay, el sentido de las cosas.